Artículo escrito por Javier Garanto, socio de Cuatrecasas
He calificado muchas veces a la familia como elemento distorsionador (para lo bueno y para lo malo) en la buena marcha de una empresa familiar. El máximo exponente de esa distorsión se acostumbra a identificar con los cónyuges de las siguientes generaciones, por ese motivo, se intenta evitar su acceso a la propiedad de la empresa familiar mediante protocolos familiares, capítulos matrimoniales y testamentos. La consigna es sencilla: prohibición. Pero ¿qué sucede con el cónyuge si se produce un fallecimiento temprano de uno de los llamados a heredar la empresa familiar?
Imaginemos que, como empresarios aplicados, se han seguido las reglas del buen empresario familiar, designando como beneficiarios a los futuros descendientes (si los hay), manteniendo fuertemente capitalizada la compañía, sin repartir dividendos, con sueldos más modestos de los que dicta el mercado y descuidando, por tanto, el patrimonio personal individual que puede en consecuencia, dejar desprotegido al cónyuge supérstite.
Veamos un ejemplo: en una empresa con participación del fundador (viudo) y 3 hijos, fallece uno de ellos casado y sin descendencia. Hay un protocolo y un testamento que impide al cónyuge el acceso a la empresa, no sólo a la propiedad sino también al usufructo y al trabajo en la misma. La viuda o viudo no heredarán nada más que el patrimonio personal del fallecido que puede ser unas modestas cuentas corrientes y una vivienda, quizá incluso con hipoteca y sin otro sueldo ni otra fuente de ingresos más allá de la que disponga por sus propios medios. Si pasados unos años, además, fallece el fundador, obviamente tampoco heredará participaciones de la empresa familiar, ni ningún otro bien del patrimonio personal del suegro, que sí hubiesen ingresado en su esposo o esposa de no haber fallecido con anterioridad a su progenitor y podían haber engrosado el exiguo patrimonio personal.
Por tanto, nos encontramos que antes de los fallecimientos, el cónyuge gozaba de un estatus que le proporcionaba un alto nivel de vida: con ingresos elevados, viajes, disfrute de segundas residencias familiares, etc. En cambio, tras las defunciones, se produce un cambio significativo y seguro no deseado por el fallecido: una vivienda con hipoteca, unas cuentas y el sueldo propio (si lo hay).
Si introducimos como variable la existencia de hijos, puede parecer que se suaviza el problema, pues éstos sí heredarían, tanto participaciones de la empresa familiar como bienes de su abuelo, pero dejaríamos en todo caso a la viuda o al viudo a la buena voluntad de sus hijos. No se soluciona por tanto el problema y a la circunstancia ya dolorosa de un temprano fallecimiento se añadiría la posible problemática económica.
Sin pretender dar soluciones magistrales, interesa llamar la atención de estas situaciones que ocurren con más frecuencia de lo deseado y que con una mínima planificación pueden ser solventadas.
Hay que ser previsor y buscar fórmulas alternativas o complementarias para asegurar al cónyuge un patrimonio económico suficiente, respetando los principios que inspiran la protección de la empresa familiar, pero abriendo la mente a posibles acontecimientos futuros, para evitar, por ejemplo, llegar a plantear la contratación del cónyuge por la empresa familiar excepcionando la prohibición prevista en el protocolo.
Es posible que baste con la contratación de un buen seguro de vida, pero en ocasiones, con una política de reparto dividendos esta situación podría estar resuelta por el transcurso de los años, pues el socio ya gozaría de patrimonio personal suficiente. Pero esto no es lo más habitual, sobre todo, en pequeñas y medianas empresas en las que a unas retribuciones modestas se une la falta de dividendos, a menudo, porque la titularidad de las participaciones aún pertenece a los fundadores.
Quizá, tras analizar las circunstancias personales y empresariales de cada familia empresaria, haya que cambiar la política retributiva y algunas otras cosas. En todo caso, es necesario buscar la fórmula adecuada que permita evitar que a un drama personal se sume una situación de angustia económica.