La subida de los impuestos autonómicos que para el presente año aprobó el Gobierno de Aragón ha situado a los ciudadanos de nuestra Comunidad entre los que soportan una mayor carga impositiva dentro de España. Pero hay dos impuestos especialmente injustos y gravosos: el impuesto de sucesiones y el impuesto sobre el patrimonio.
El impuesto de sucesiones, con unas escalas impositivas que llegan fácilmente al 34% del valor de la herencia, es especialmente injusto, ya que grava, en muchos casos, el producto del ahorro de toda una vida. Supone, además, una sobreimposición, pues la renta que dio origen a ese ahorro ya se gravó cuando se generó, amén de haber pagado anualmente impuestos por su posesión (patrimonio e IBI). Pero la mayor crítica que puede achacársele es su carácter discriminatorio entre los ciudadanos españoles, según su lugar de residencia. Concretamente, las herencias (y las donaciones) entre padres e hijos y otros descendientes o ascendientes o están exentas de pago o tributan de forma simbólica en amplias zonas del territorio nacional: Asturias, Baleares, Canarias, Cantabria, Castilla-La Mancha, Galicia, Extremadura, Madrid, Murcia, La Rioja, el País Vasco y Navarra. Esto pone en entredicho los principios de igualdad, progresividad y no confiscatoriedad que han de presidir el deber de contribuir a las cargas públicas según la Constitución.
Al impuesto sobre el patrimonio cabe atribuirle las mismas críticas, es injusto, confiscatorio y discriminatorio. Injusto, porque la ganancia que se ahorra ya ha tributado por IRPF y en algunos casos se produce ya no la doble, sino la triple tributación, como en los inmuebles. Pero también es confiscatorio: en la actualidad, los capitales no solo no rinden nada, sino que pierden valor. Los depósitos de efectivo no dan interés alguno, al contrario, hay que soportar las comisiones bancarias; los fondos de inversión y las criticadas sicav llevan meses perdiendo cotización y los locales no se arriendan, generando gastos de mantenimiento. Sin embargo ese patrimonio se ve gravado con un impuesto que va desde el 0,2% al 2,5%, cuando su rentabilidad ha podido ser nula y caso de haberla tenido ha tributado en el IRPF. No es un impuesto que grave las grandes fortunas, a las que cabe atribuirles gran capacidad económica (está por ver cuando se trata de patrimonios con escasa liquidez), pues para el año en curso en Aragón el mínimo exento se ha rebajado a 400.000 €, frente a la norma general de 700.000.
Por muchas trabas que se pongan, los grandes patrimonios terminan trasladándose a los territorios donde menor es la tributación, una reacción muy humana, aunque le pongamos tachas morales, y con ellos se llevan su capacidad de generar riqueza. Una solución muy inteligente ha sido la de Madrid, que ha dejado exento el impuesto sobre el patrimonio; dentro de unos años se encontrará con que grandes fortunas han emigrado hacia la capital y allí recogerán como cosecha el impuesto sobre la renta correspondiente.
Pero lo más sorprendente es que la mayor parte de la recaudación de estos dos impuestos no se queda en Aragón, sino que va a dotar el Fondo de Garantía de Servicios Públicos Fundamentales (FGSPF), que después se reparte entre todas las comunidades autónomas, no reteniendo la comunidad que lo ha recaudado nada más que un 25%. O sea, que las tres cuartas partes de lo que Aragón recauda por estos impuestos van a nivelar ingresos fiscales de comunidades que no cobran a sus ciudadanos estos gravámenes. En fin, no voy a criticar este gesto de solidaridad de Aragón con el resto de los territorios, muchos de ellos más ricos que nosotros, porque sabido es que uno de los rasgos que nos distinguen es el de la generosidad.