A la vista de las últimas y alarmantes noticias aparecidas en relación a la fuga de empresas aragonesas a otras comunidades, he revisado algunos datos relacionados con este tema y nos tenemos que remontar al año 2008 para encontrar una situación de perdida de empresas (11 concretamente) hasta poder igualar esta situación tan lamentable y alarmante de las 42 empresas que abandonaron ARAGON en 2016.
Bien es sabida que esta pérdida de empresas, no solo tiene como consecuencias que la administración local deja de recaudar los impuestos correspondientes, sino que si hace un mínimo ejercicio de reflexión al respecto, la propia sociedad, el ciudadano de a pie es el que más pierde en el sentido siguiente: las personas que estaban en esas empresas dejan de tener un puesto de trabajo, las empresas que tuvieran relación de proveedor con las mismas pueden dejar de trabajar o ver afectada su facturación y por tanto, verse en la difícil tesitura de replantear su viabilidad y necesitar realizar los ajustes correspondientes, así como afecta a la propia administración (lo cual es más que increíble que nadie se pare a pensar en esta cuestión cuando les afecta directamente a ellos), al tener que incrementar el gasto social en el sentido que aquellos trabajadores que no puedan o tengan la posibilidad de encontrar otro trabajo, pasaran a engrosar la ya de por si abultada lista del paro, lo que hará que el déficit autonómico y estatal crezca aún más.
Si a todo esto unimos la última cabriola del gobierno de recuperar el ‘Artículo 348 bis de la Ley de Sociedades de Capital‘ que obliga a las empresas no cotizadas a repartir dividendos, siempre que las mismas hayan registrado beneficios, la cosa pasa de oscura a negro abisal.
Igualmente, el citado artículo determina que en el caso que una empresa no cotizada, aun habiendo obtenido beneficios, decida no repartir dividendos, cualquier accionista minoritario puede exigir el pago de sus correspondientes dividendos a título particular. Para ello, la Junta General de Accionistas deberá acceder a repartir al menos un tercio de los beneficios obtenidos por la compañía en el ejercicio anterior.
Pero, si la empresa en números negros se niega a concederle al accionista minoritario sus dividendos, al negarse igualmente a repartir un tercio de los beneficios, este accionista puede ejercer su «derecho a la separación». Es decir, el accionista minoritario podría obligar a la empresa a que le comprara su participación accionarial.
Ante esta obligación legislativa, me hago la siguiente pregunta: ¿Quién demonios asesora a los políticos?.
Recordemos que la mencionada norma está vigente de modo técnico desde el 1 de enero de 2017. No obstante, la misma estuvo paralizada, vía prórroga gubernamental, desde el 2012, año en el que supuestamente debería haber entrado en vigor.
Y la razón por la cual se ha retrasado 5 años la entrada en vigor de esta enmienda no es otra que la gran polémica generada en relación al derecho de separación del accionista minoritario y sobre todo, que es donde quería ir a parar, en el entorno de la empresa familiar.
Sin lugar a duda, esta nueva normativa acarreará a las empresas familiares españolas importantes perjuicios, tanto de índole financiero como de carácter estratégico y societario y a pesar de ello, el legislador no ha tenido reparos en desarrollarla.
En mi humilde opinión se trata de un ataque directo a la empresa familiar, y más concretamente a los valores de la misma.
Y lo digo porque el derecho de separación del accionista minoritario destruye la esencia, la identidad, la cultura y los valores corporativos de la empresa familiar. En este sentido, la concesión de tal derecho menoscabaría las pautas estratégicas de gestión que definen, diferencian y dotan de un plus de longevidad a las empresas familiares, tales como: la visión a largo plazo, el crecimiento sostenible, el mínimo apalancamiento, la asunción moderada de riesgos y, por supuesto, «la reinversión de los beneficios«, aquellos de los que tanto sacan pecho los políticos en sus discursos y que ponen como ejemplo a seguir en el resto de entidades.
Y, en relación a la vertiente estrictamente financiera, la nueva norma puede provocar también problemas para gestionar eficientemente la tesorería de las empresas familiares.
En consecuencia, las ventajas competitivas inherentes a las empresas familiares, que potencian la competitividad de las mismas respecto a las empresas no familiares, quedan seriamente dañadas con la aplicación de esta enmienda.
Hace unos días leí un artículo del Profesor y director de la Cátedra de la empresa familiar del IESE, Josep Tápies, que afirmaba de forma rotunda que la aplicación de esta enmienda a la Ley de Sociedades de Capital podía tener consecuencias negativas para la empresa familiar, puesto que podría suponer la ruptura de la unidad de accionariado de muchas empresas familiares.
Pero no solo quedan ahí los efectos devastadores del artículo de marras, sino que también podría cambiar el orden de los tradicionales criterios gerenciales de las empresas familiares, al anteponer el reparto de los beneficios en el corto plazo a una de las máximas que rigen a estas compañías: el objetivo de continuidad. De hecho, la conservación de la compañía es el principal fin que persigue cualquier familia empresaria con el objetivo de que puedan heredar la empresa las próximas generaciones y, a ser posible, que puedan gestionarla los miembros más cualificados de las mismas.
Es este un buen momento para recordar el estudio del IEF de 2015 sobre la Empresa Familiar en España, en el cual se determinaba que las empresas familiares reparten, como promedio, únicamente el 3,6% de sus beneficios y que el 86% de estas empresas no habían repartido beneficios en los dos últimos años.
El legislador ha intentado beneficiar al accionista minoritario, al que, sin duda, es necesario proteger. No obstante, creo que es más importante salvaguardar el bien común de cualquier empresa. Máxime, si se trata de empresas familiares, dadas sus particulares características.
En definitiva, los gobiernos españoles no se conforman con quebrar a las empresas a través de una confiscatoria presión fiscal, unos anticompetitivos costes laborales, un mercado desunido por las autonomías, una asfixiante híper regulación. Y, sobre todo, una Administración económicamente insostenible y repleta de innecesarios cargos, entre los que se encuentran políticos, asesores, sindicalistas y empleados públicos puestos «by finger» por los partidos políticos.
Ahora, además, se entrometen en la gestión interna de las empresas, en este caso, de tipo familiar, legislando en contra de la supervivencia de las mismas. Mucho me temo, que el video que vi hace unos meses de un conocido dirigente paseando por una ciudad sudamericana al grito de «exprópiese» esto, eso y aquello, no deja de venirme recurrentemente a la memoria y producirme una incomodad creciente a cada paso o acción de nuestra clase política.
¿Tan difícil es que dejen trabajar y no se entrometan?.