El Impuesto de Sucesiones y Donaciones es un impuesto estatal, cedido a las Comunidades Autónomas y es una figura tributaria que genera múltiples controversias.
Para empezar, se trata de un tributo con una regulación anticuada, que data del año 1987 y que, además, se apoya en categorías añejas de derecho privado que, con frecuencia, provocan efectos muy criticables en su aplicación práctica.
Así, en algunas ocasiones se producen consecuencias nocivas desde la perspectiva del principio constitucional de igualdad. El hecho de que el impuesto opere sobre la normativa civil propia de las distintas Comunidades Autónomas introduce elementos de desigualdad. Por ejemplo, entre los ciudadanos de aquellas comunidades que disponen en su ordenamiento civil de pactos sucesorios (herencias en vida) que permiten la trasmisión intervivos de bienes entre padres e hijos con el tratamiento ventajoso de las herencias, y los de aquéllas otras cuyo derecho privado propio no contempla estas figuras.
En otras ocasiones, el recurso a figuras vetustas de cuño civil afecta a las exigencias de capacidad económica. Valga como ejemplo la figura del ajuar doméstico, importada del derecho privado (artículo 1321 del Código Civil) y que resulta difícilmente compatible con las exigencias de capacidad contributiva, al suponer una valoración sistemática de los bienes de uso personal de la herencia en un 3 % del caudal relicto. A lo desproporcionado de este importe, muy por encima del valor corriente de tales bienes personales en una herencia media, hay que unir las dificultades para probar que tal valor es inferior o que tal ajuar no existe, lo que supone que nos encontramos ante una verdadera ficción tributaria. Las sentencias del Tribunal Supremo de 10 de marzo (recurso 4521/2017) y 19 de mayo de 2020 (recurso 6027/2017), especificando qué bienes se incluyen y cuáles no en el cómputo del ajuar, suponen una mejora, pero no solventan los problemas que la categoría del ajuar doméstico suscita.
Y es que, como se ha denunciado en múltiples ocasiones, el impuesto de sucesiones y donaciones es un impuesto plagado de presunciones y ficciones con lo que ello supone de riesgo para el gravamen de manifestaciones reales y no ilusorias de capacidad contributiva. Es, además, un impuesto donde se plantean continuos conflictos en relación con las valoraciones de bienes, lo que se pretende resolver con el discutible concepto de valor de referencia que introduce el Proyecto de Ley de Medidas Prevención y Lucha contra el Fraude Fiscal, actualmente en tramitación parlamentaria.
Pero si hay una cuestión en relación con el impuesto que sigue generando debate es el relativo a si resulta justificado hacer tributar las herencias y donaciones intrafamiliares, entre ascendientes, descendientes y cónyuges. Salvo las transmisiones que tengan como objeto grandes fortunas (respecto a las cuales, razones de meritocracia aconsejarían el gravamen) en la mayoría de los casos es dudoso que las transferencias de bienes dentro del núcleo familiar constituyan una verdadera manifestación de riqueza. Por el contrario, parece claro que deben ser tributables las adquisiciones lucrativas por extraños, aunque las mismas podrían gravarse en el Impuesto sobre la Renta, como ocurre con otros ejemplos de riqueza adquirida sin esfuerzo, como los premios de Lotería.
Y, sobre todo, la tributación de las herencias y donaciones en el ámbito familiar resulta cuestionable cuando tiene por objeto bienes o participaciones de lo que se conoce como empresa familiar. En estos casos, a la polémica sobre si existen o no razones de justicia que impongan gravar la adquisición gratuita de una empresa por descendientes o cónyuge, se une el dato de la perentoria necesidad de asegurar la supervivencia empresarial.
Se ha criticado con cierta reiteración la atribución de ventajas tributarias a la empresa familiar. Se dice, y con razón, que la empresa familiar puede ser una empresa grande e, incluso, una multinacional y que no hay una genuina razón de justicia que justifique un tratamiento fiscal ventajoso. Lo que se olvida es que lo que merece protección es lo que podríamos denominar sostenibilidad intergeneracional de la empresa. Sí hay un ámbito en el que se revela injusta la tributación de las herencias es en lo concerniente a la sucesión generacional de negocios y empresas familiares. Dicha sucesión no es más que una expresión de la continuidad de la empresa en el tiempo, por lo que gravar esta transmisión no sólo no responde a razones sólidas de capacidad económica, sino que puede suponer una carga fiscal excesiva que ponga en peligro la continuidad del proyecto empresarial. Y si ello es importante en cualquier escenario, lo es mucho más en un contexto de crisis por el Covid-19 que requiere el mantenimiento del empleo.
Por todo ello, no sólo resulta esencial mantener el vigente régimen de bonificación para la transmisión mortis causa de la empresa familiar. También es necesario que la ley recoja ciertas reformas para neutralizar el modus operandi de algunas administraciones autonómicas que vienen a dificultar en la práctica la aplicación de estas ventajas fiscales.
Así, se requiere aclarar legalmente cuestiones relativas a la definición de empresa (por ejemplo, en lo concerniente a la actividad de arrendamiento de inmuebles) y al alcance de la bonificación y de los bienes afectos (clarificando el carácter afecto de la tesorería de la empresa o de las inversiones mobiliarias). Habría que ampliar también el ámbito de aplicación de la patrimonialidad sobrevenida. También se debe incrementar el perímetro del grupo familiar en la Ley del Impuesto de Sucesiones para que llegue hasta los colaterales de cuarto grado. Yespecificar, de acuerdo con el Tribunal Supremo, que el vínculo de afinidad se mantiene, aunque fallezca el pariente que da razón de ser a tal vínculo. Además de disipar dudas sobre el significado del ejercicio de las funciones de dirección exigibles para que no queden dudas de su aplicación a administradores que tengan, al tiempo, una relación de alta dirección con la empresa. También conviene mejorar el requisito del mantenimiento de la empresa después de la sucesión, para circunscribir su exigencia a la mera conservación del valor de lo heredado.
Al tiempo, es necesario mejorar la aplicación de esta bonificación en el supuesto en que la empresa se transmita por donación, porque el titular se jubilao porque simplemente, por edad o incapacidad, pretende dejar su dirección y gestión. Se trata de una medida muy apropiada para asegurar el relevo generacional en muchas empresas, con lo que ello conlleva de mejora de su competitividad y modernización. Y la Ley del Estado debería recoger la previsión legal de alguna Comunidad Autónoma de que, en estos casos, no se pierda la aplicación de la ventaja fiscal si el descendiente no asume inmediatamente la gestión de la empresa recibida en donación, posibilitando que donante y donatario simultaneen durante un período de tiempo (por ejemplo, un año) las labores de dirección de la empresa o negocio transmitido inter vivos.
Lo anterior debería acompañarse de alguna reforma valiente respecto al caduco régimen de ganancias patrimoniales a título lucrativo en el IRPF que penaliza en la persona del transmitente la enajenación gratuita de la empresa, sin que se detecte una verdadera capacidad económica cuando, en casos como éste, lo que se pretende es hacer tributar un incremento de valor que no se ha monetizado.
Se trata de diversas medidas que tienen como objetivo asegurar el mantenimiento de la empresa en el círculo de los parientes próximos, ámbito en el que realmente el concepto de empresa familiar adquiere su verdadero significado. Y reforzar el rol de la empresa como principal elemento impulsor de la creación y mantenimiento del empleo, algo indispensable en una crisis tan severa como en la que estamos inmersos.
Por todo lo dicho, cualquier intento de armonizar el Impuesto de Sucesiones y Donaciones en relación con la empresa familiar debe moverse en la línea de consolidar las medidas que ciertas Comunidades Autónomas han venido aprobando, para favorecer la transmisión de empresas en el grupo familiar. Lo contrario, no sólo sería una involución que lesionaría el principio de autonomía financiera. Si no que se perjudicaría la sostenibilidad de muchas empresas familiares.